viernes, septiembre 07, 2007

Retazos Visuales

Estos son pedazos de nostalgia de la Ciudad de México, como un modelo de diversas retacerías para armar por épocas: el pasado y el presente cotidianos.

1. La evolución de los "taxisaurios". Especie de fauna urbana que ha evolucionado entre "ballenas" y "delfines" (autobuses) para no extinguirse como les sucedió a aquéllos.



A la derecha tenemos un "avis cotorra"de la década de los cincuenta; al centro el extrañísimo, inigualable y entrañable "reptilus cocodrilo" de los sesenta; al final, una rareza que duró poco hasta antes de la llegada de los "vochos", es un "galaxie coral" de los setenta, de los que le gustaban a Mauricio Garcés en sus películas: "¡Arrrooozzz!"

2. "Dios está en todas partes: en el cielo, en la tierra y en todo lugar". Por su puesto en la Ciudad de México.



En los extremos podemos afirmar aquello de "bendito entre las mujeres" o en el kiosco de periódicos. Al centro, la sombra de un ángel, ¿será San Miguel Arcángel de niño?

3. Variedades y variaciones de diversas estampas citadinas de lo maravilloso que es nuestra ciudad, "mi ciudad es chinampa en un lago escondida..."



A la derecha una mano derecha abierta y dispuesta a ayudar, ¿a quién no le hace falta que le "echen una manita"?; al centro, hacía allá iba el tranvía de Atzcapotzalco, "sólo quedaron sus cicatrices sobre el asfalto" ; ¿se acuerdan del pasado eclipse de luna del 28 de agosto de 2007? Bueno, cincuenta años después de su caida por un terremoto nuestra angelita de la Independencia se divirtió con la luna jugando basquetbol: "¡Pásala, pásala...!"

4. A un año de la turbulencia política que cimbró a la ciudad, ¿quién no recuerda las multitudinarias marchas por Paseo de la Reforma y las manifestaciones en un Zócalo pletórico?, ¿quién no gritó "voto por voto, casilla por casilla" exigiendo limpieza electoral.



"Arriba a mi derecha", como decía el famoso Dr. IQ en su programa de concurso: tenemos a los títeres de la política; al centro: a los perros en la política, o lo que es lo mismo "hueso por hueso, ladrido por ladrido"; arriba a mi izquierda, siempre a la izquierda, el corazón de la Ciudad de México.

5. Gran finale: Spencer Tunick en México. Si de algo sabemos, en esta bella y caótica ciudad es romper récords mundiales: ¿cómo les quedó el ojo a los de Santiago de Chile, Barcelona, Nueva York y anexas? En aquella tibia mañana del 6 de mayo de 2007 gritamos "foto por foto, desnudo por desnudo". Fue una izquierda liberal, transparente y desnuda de prejuicios y tabúes (fotos cortesía del periódico La Jornada).



Foto derecha: fueron entre 18 y 20 mil personas "desnudas en cuerpo y alma"; al centro: la última foto fue "sólo para mujeres"; a la izquierda: no podría ser de otra, la solidaridad y la fraternidad a "flor de piel".

sábado, junio 23, 2007

Subida al cielo

Fíjate bien si caminas por las calles cercanas a la Alameda. Están por todas partes, arriba y abajo, aunque siempre emergen del subsuelo cuando se abre la tapa de una alcantarilla o desazolvan una cloaca. Son criaturas minúsculas que protegen, como un ángel de la guarda, a sus habitantes. Si tienes la suerte de sentir una picadura como de mosquito, no los aplastes con un aplauso, son ellos que nos avisan "aquí estoy para cuidarte" y aliviarte de los tormentos delirantes de esta desangelada ciudad. Si al atardecer ves una reunión de luciérnagas detrás de un arbusto o cerca de un farol, son ellos que con sus pequeñas luces nos alumbran los pasos de nuestro efímero existir. Por la noche "de pronto el río de la calle se puebla de sedientos seres, caminan, se detienen, prosiguen. Cambian miradas, atreven sonrisas. Forman imprevistas parejas. Sonríen maliciosamente al subir en los ascensores de los hoteles donde aún se practica el vuelo lento y vertical. En sus cuerpos desnudos hay huellas celestiales: signos, estrellas y letras azules. Se dejan caer en las camas, se hunden en las almohadas que los hacen pensar todavía un momento en las nubes. Pero cierran los ojos para entregarse mejor a los goces de su encarnación misteriosa, y, cuando duermen, sueñan no con los ángeles sino con los mortales" (fragmento de Nocturno de Los ángeles, Xavier Villaurrutia, 1936).
Piénsalo bien la próxima vez y detente, ten cuidado, el peligro de caer en una cloaca destapada oscila entre interrumpir el zigzaguente vuelo de estas criaturitas mágicas hacia el cielo por un arrebato de mano sacudiendo el aire o tener una caída libre al fondo hasta aplastar a miles de ellas, entonces, quizá te conviertas en un alma desgraciada intentando hacer lo mismo. ¡Bienaventurados los que mueren cayendo en el inframundo de la Ciudad de México, porque su reino no es de este mundo!

martes, septiembre 05, 2006





Sucedió en la calle de Moneda
"...la imagen petrificada del blanco rostro de una mujer apareció repentinamente en una de las paredes que estaban resanando los albañiles, en lo que fuera la Imprenta Juan Pablos, la primera en América, ubicada desde 1543 en la calle que iba del Rastro hacia la calzada San Pablo..."
Este es un fragmento recortado de un periódico amarillista la mañana del 19 de febrero de 1991. La historia es la siguiente.
Serían las cinco o seis de la tarde cuando un albañil, al empezar a resanar una pared, vio un reflejo como si proviniera de algún espejo. El hombre moreno, de unos 25 años con aspecto de campesino recién emigrado, quiso desengañarse por sí mismo. Sólo miró del lado opuesto, donde resanaba con su cuchara y aplanaba con la llana, como penetraba una débil luz del sol crepuscular insuficiente para semejante destello blanquecino en una habitación del primer piso. Esta fue la primera aparición.
El albañil no informó a sus colegas del suceso. Simplemente se fue pensando a su casa que había sido la fatiga del día que lo adormeció. Al llegar la noche, dentro del edificio en remodelación quedó únicamente el velador de la obra y también el material (bultos de cemento, yeso y cal; varillas, arena y grava) arrinconado en el patio delantero. Antes de una nueva ronda, revisó como de costumbre que las puertas y ventanas no puedieran ser abiertas desde afuera por algún intruso o un vago que quisiera pasar la noche resguardado de la intemperie.
Después encendió una fogata dentro de una bote metálico con el fin de "agarrar calor" e iluminar sus tragos apurados que le daba a su fiel botella de Bacardí blanco. El tercer trago tuvo que escupirlo por el ruido de unas maderas que fueron arrojadas desde el segundo al primer piso. Inmediatamente, de un brinco se incorporó soltando la botella de ron que cayó en el bote. El fuego se atizó con furia. En su trastabilleo lo pateó. Rodó cerca de unas láminas negras cubiertas con chapopote que protegían el material de construcción de la lluvia. Por fortuna no las alcanzó el fuego. El velador se armó de valor y subió por las escaleras.
Faltando tres escalones para llegar al primer piso, se detuvo. Miró a su alrededor. Se contuvo. Asombrado volteó hacia una de las habitaciones que ahora se iluminaba de una extraña luz blanca y mortecina. Pensó que la luna llena apostada por encima de la azotea de Palacio Nacional filtraba su luz, por el balcón sin ventana, de esa habitación del primer piso. Se dispuso a entrar con la actitud más serena posible con la firme idea de que "aquí no pasa nada". Instantes posteriores cayó muerto. En la pared estaba petrificado el rostro de una mujer: blanco como la cal, envuelto por hojarascas otoñales. Esta fue la segunda aparición.
Al día siguiente nadie dio una explicación razoble de la muerte del velador. El primer albañil que vio a la mujer de rostro blanco, guardó silencio sin tomar importancia al hecho.También había subido a la habitación en cuanto supo la noticia. Ahí vio que la capa de yeso del resanado, puesta ayer por él, yacía fresca y desmoronada al pie de la pared, ahora gris, porosa y carcomida por la humedad. Sin espantarse de lo ocurrido, volvió a levantar el yeso pensando que tal vez hizo mal la mezcla o pudiera ser la excesiva humedad de la pared causante de aflojar el aplanado.
Para cuando llegaron el maestro de la obra y el arquitecto a cerciorarse de la remodelación del edificio Juan Pablos -antes Casa de las Campanas del obispo fray Juan de Zumárraga-, se dirigieron a la habitación del primer piso con la intención de verificar la muerte del velador. Sus comentarios los hicieron en voz baja ante la presencia de Camilo, el albañil, al cual le encomendaron nuevamente que terminara de resanar la pared. Camilo decidió, entonces, no comer con los demás albañiles con tal de acabar con la tarea encomendada lo más pronto posible. Se dijo para sí mismo que no hay pared difícil de resanar por más humedad que contenga. Esta característica no la comentó con el arquitecto Valencia ni al maestro de la obra Macario, pues supuso y le echó la culpa al aguacero nocturno que entró por el balcón sin ventana.
Otra vez, sería las cinco o seis de la tarde, cuando Camilo terminó de resanar la pared. La misma que da frente a uno de los costado de Palacio Nacional, por la calle de Moneda. Enseguida se dispuso a recoger los desperdicios y herramientas con las cuales trabajó. Luego oyó unos golpecitos como toquidos, provinientes del muro. Volteó instintivamente y miró emerger el rostro blanco como la cal, envuelto por hojarascas otoñales, de una mujer. Era su tercera aparición, segunda para Camilo, quien salió disparado escaleras hacia abajo y tirando de sus manos las herramientas en su estrepitosa fuga.
Ya alcanzado el patio delantero, se juntó con los otros albañiles quienes lavaban los residuos de mezcla en sus caras, brazos y manos. Camilo se incorporó con ellos sin mencionarles nada. A las preguntas del porqué de su prisa, Camilo sólo contestó con una sonrisa socarrona, pero a la vez preocupante. Otros respondieron, entre risitas burlonas, si había visto vagando el alma del velador por allá arriba. Ya no hubo más respuestas, sólo un silencio cómplice de todos.
En la noche, a falta de velador, se quedó a vigilar provisionalmente otro albañil. Desde el principio de la oscuridad, trató de no pensar en la muerte del velador y olvidar las bromas macabras que le alcanzaron hacer los colegas desde el mediodía hasta el momento que se toparon con Camilo, quien denotaba en su actitud cierta extrañeza.
El improvisado velador no se dejaría sugestionar por los cuentos inventados que oyó en el transcurso de la tarde. Su propósito era firme y para ello el arquitecto Valencia le había dejado una Taurus calibre 38mm, "sólo para prevenir" fue la indicación puntual. Aunque podía disparar al aire, como advertencia, ante cualquier eventualidad, movimiento o ruido raros que perturbasen la paz y la soledad de esa segunda noche.

Sucedió en la calle de Moneda (III)
Al octavo día se fueron los antropólogos. El arquitecto Valencia ordenó a los albañiles quitar los plásticos y enseguida rellenar las cepas y zanjas, donde ahora al descubierto se aparecieron unas escalinatas de tezontle rojo y piedra que conducían a un boquete, como mini cenote sagrado, lleno de las lluvias nocturnas. El boquete quedaba verticalmente muy por debajo de la habitación de las apariciones, donde Camilo velaba sus noches.
Ese día los albañiles sólo alcanzaron a rellenar de tierra y cascajo las zanjas, dejando para otra ocasión la extracción del agua putrefacta del pozo y luego recubrir las escalinatas. En tanto, Camilo se sentía inútil extrañando su oficio de albañil. En cuanto se fueron sus compañeros -serían las seis de la tarde- empezó a preparar en unos botes cuadrados de lámina la mezcla de yeso blanco de España. La inteción o terquedad era resanar de una vez por todas y en definitiva esa pared gris, porosa y húmeda. Para cuando terminó de hacer la mezcla, volteó hacia el pozo de agua hedionda. Miró que salía un manantial de luz blanca mortecina ascendiendo hasta el primer piso. Apenas oscurecía, por eso se veía tenue.
Subió algo apresurado el primer bote con la mezcla. Lo dejó en la habitación. Bajó por el segundo. Ya no estaba ahí. Volteó nuevamente hacia el pozo: la luz blanca se notaba más conforme avanzaba la noche. Antes de subir y trabajar en el resanado fue por su herramienta. Una vez en el primer piso, notó que en el quicio de la puerta se hallaba el bote desaparecido instantes antes. Se acercó y lo encontró vacío. No le tomó mayor importancia, pues su obstinación era quedar bien consigo mismo y terminar de resanar la pared gris, porosa y húmeda.
Más allá de la medianoche por fin pudo terminar su obra inconclusa. esta vez esperaría despierto para cerciorarse de lo que estaba por suceder. De pronto, la habitación se iluminó de una luz blanca y pálida. Camilo abrió bien los ojos ya soñolientos. Perplejo, volvió a ver el blanco rostro como la cal de una mujer envuelto a trasluz por hojarascas otoñales. El rostro blanquecino abrió los párpados para mostrar unas cuencas vacías. Camilo retrocedió hasta el umbral de la puerta. Se paralizó al oir que de nuevo se desmoronaba instantáneamente el aplanado. En ella sólo quedaba el rostro de la mujer como intentando salir de la pared, como queriendo liberarse de una prisión eterna.
Camilo se hincó para místicamente rezar e implorar por su vida: "Tu bebedor nocturno, ¿por qué te haces de rogar? Ponte tu disfraz, ponte tu ropaje de oro? Oh, mi Dios, tu agua de piedras preciosas ha descendido;{...} Quizá desaparezca, quizá desaparezca y me destruya yo; {...} Me regocijaré si algo madura primero, si puedo decir que ha nacido el caudillo de la guerra..." Sacó de entre sus ropas una estampita de una imagen religiosa, ¿tal vez San Judas Tadeo, el de las causas difíciles?. De nada sirvió. el miedo pudo más. Entonces, los labios de la mujer se abrieron sin mostrar dientes ni lengua. Se escuchó una voz suplicante: "Necesito tu piel para liberarme de esta prisión".
Al siguiente día por la mañana, los primeros albañiles que llegaron, encontraron el cuerpo desollado de su colega Camilo, ocupando el fondo del mini cenote, en lugar del agua putrefacta que todavía estaba ayer. En la habitación del primer piso estaba la mezcla fresca y desmoronada al borde de la pared gris, porosa y húmeda, donde se percibía la silueta de la imagen petrificada del blanco rostro como la cal de una mujer, envuelto por hojarascas otoñales.
Por la tarde de ese mismo día (un 18 de febrero), el INAH citó a los medios de comunicación a una conferencia de prensa para informar a la opinión pública de los hallazgos encontrados en la remodelación del edificio de la Imprenta Juan Pablos, en la calle de Moneda. Además aclararon que las reliquias, la tumba y las ofrendas funerarias prehispánicas no tenían nada que ver con la muerte de algunos albañiles de la obra, como se rumoraba y "tampoco tiene relación alguna la imagen de un rostro blanco de mujer,esbozado por la humedad en la pared de una habitación, con respecto a la figura de piedra, semicubierta por madera, que representa al dios azteca de la primavera y de la lluvia nocturna bienhechora, nuestro señor el desollado: Xipetotec".

martes, abril 04, 2006

Sucedió en la calle de Moneda(II)
Afuera en la calle se apagaban poco a poco los murmullos cotidianos. El silencio crecía al compás de la noche. Todo era tranquilidad para el abañil-velador. Antes de irse a "dormir" se le cocurrió darse una última vuelta por el primer y segundo pisos para cerciorarse de la calma y confirmar el "aquí no pasa nada". Subió pausadamente los escalones. Preparó el arma sólo para prevenir. Tomó aliento para darse ánimo y entrar a la habitación de las apariciones de la mujer de rostro blanco como la cal, envuelto por hojarascas otoñales.
No tuvo tiempo de siquiera disparar al aire. En cuantro entró a la habitación, se iluminó por esa luz blanca mortecina que significacaba la aparición de la mujer. Cayó fulminado sobre el piso cuandio vio que abría los ojos, con una mirada que se perdía en la profundidad de sus cuencas, y movía los labios pronunciando imperceptiblemente algo.
Al día siguiente los albañiles se negaron a trabajar cuando supieron de la muerte de otro de sus colegas. Esperararon la llegada del arquitecro Valencia y del maestro de obra Macario. Parecía un motín cuando llegó el arquitecto y le increpearon entre gritos y jalones que no iban a trabajar ni un día más en la remoldelación de la Imprenta Juan Pablos hasta que alguien investigara las misteriosas muertes. Este último caso se volvió policíaco, pues la mayoría de los trabajadores pensaban que eran asesinatos y no simples muertes por infarto al corazón.
El arquitecto amenazó con despedir a todos los albañiles si no se reintegraban de inmediato a su trabajo y setenció que si en una hora no reflexionaban su actitud, contratararía para mañana a otros 30, pues no faltaría quien desera un empleo. De entre la discusión a gritos surgió Camilo. Fue el primero en entrar al edificio en remodelación. Atrás de él se escucharon los gritos de "esquirol" y "traidor" por parte de sus compañeros. Al poco rato, algunos lo siguieron y más tarde los demás. Al arquitecto se le dibujó una sonrisa triunfalista en su cara.
Lo primero que hizo Camilo, fue irse directo a la habitación del primer piso donde había trabajado los dos días anteriores. Ahí encontró el cuerpo del albañil tapado con una sábana blanca y por encima una infaltable estampita de la virgen de Guadalupe que alguien puso como señal de bendición. Camilo también vio como una vez más el resanado estaba al borde de la pared que volvía a ser gris, porosa y húmeda. La contemplaba incrédulo y como ido de este mundo cuando el arquitecto Valencia llegó a la habitación con tres personas: un judicial, un agente del Ministerio Público y un arqueólogo.
Al judicial se le ordenó que abriera una investigación policiaca; al agente del MP que levantara el acta correspondiente y deslindara responsabilidades; por su parte, al arqueólogo del INAH se le encomendó buscar algún indicio que pudiese explicar los rumores, cada vez más insistentes de los albañiles, de que "aquí espantan". Aprovechando la presencia de Camilo en la otra habitación, el arquitecto Valencia le agradeció su "acto de apoyo" y le encomendó la tarea de nuevo velador, al juzgar por los restos del aplanado mal hecho. No hacía falta buscar una explicación: "¡Olvídese de esa pared!", ordenó el arquitecto.
A Camilo no le molestó en absoluto, ni tampoco reprochó su nueva función en la obra, al contrario, le inquietó más por curiosidad que por interés morboso. Pero sobre todo por amor propio. Su conciencia le sugirió aceptar la propuesta sin llamar la atención de sus colegas.
Fueron tres noches de vela o de insomnio excitante por parte de Camilo como velador dentro de la habitación misteriosa. No pasó nada. Mientras, en el patio principal empezaron unas excavaciones extrañas sin el trabajo de los albañiles. El patio había sido acordonado y tapado con gigantescos plásticos grises y negros. Entre zanjas y cepas abiertas con especial cuidado, un equipo de arqueólogos y antropólogos buscaban, sigilosos, vestigios prehispánicos.
Pasaron siete días y siete noches. los científicos encontraron al séptimo día osamentas, vasijas de barro, collares de jade y obsidiana, pendientes de oro, algunos idolillos y una rara figura de piedra tallada a mano y semicubierta de una fina madera. Todas eran piezas aztecas que se levaron para analizarlas. De tal descubrimiento sólo avisaron al arquitecto Valencia, que no sospechaba de este acontecimiento pudiera tener relación alguna con las muertes registradas en la Imprenta Juan Pablos.
Efectivamente, era una semana completa y se había vuelto a saber de muertes en tanto se efectuaron las excavaciones. Ni se había vuelto aparecer la mujer de blanco rostro de cal cubierta por hojarascas otoñales. Tal vez sería porque la pared gris, porosa y húmeda continuaba sin resanarse.

martes, marzo 07, 2006


Brinquitos

Tx8 entró una vez más a la Ana María, pulcata famosa por los rumbos de la Portales, como de cotidiano lo hace desde que se mudó al barrio. La última vez se le vio por el típico Tepito, allá por los setenta.
El trago nunca le ha faltado, gracias a Dios, y a veces consigue su alipuz de bacachá blanco.Sin desairarar, eso sí, su inseparable teporocha, que guarda celosamente debajo de su percudido y mugriento saco, desteñido por el tiempo y las inclemencias del clima. Ante la barra, pide su media chivita de rigor, de tuna si es posible, al fin que es temporada. Eructa al cielo sin limpiarse el hilillo de baba que le escurre desde las comisuras de su boca hasta la barbilla. Sale brincando de gusto, trastabillando con una que otra mesa, debido a sus agujetas mal atadas.
Tx8 deambula fantasmalmente por las calles de la colonia Portales, sin oficio ni beneficio. es un personaje en vías de extinción. Parece un sonámbulo diurno, mejor, un fantasma matutino que ya no asusta a los niños de hoy. Tx8 camina a brinquitos y así entra a la Ana María, pulquería de la calle de Necaxa, casi esquina con Eje Central Lázaro Cárdenas, sin fijarse en su desaliño y mugre hecha costras que le cubren el cuerpo como segunda piel.
Tx8 nunca ha mendigado un trago, pues no falta el alma caritativa de algún parroquiano que se lo ofrece por el sólo hecho de verlo salir a brinquitos y con sonrisa socarrona dibujada en su rostro. Y con suerte, tampoco falta que alguna dama del Departamento de Mujeres, le estire su jícara de miel prieta. La Ana María es de las pocas pulquerías que aún sobreviven y se niegan a modernizarse como las cantinas -ahora salones familiares con payaso globero incluido- de la Ciudad de México. "Aquí no se admiten uniformados, menores de edad ni vendedores ambulantes", reza el letrerito azul clavado en las puertas verdes tipo persiana. Tampoco podía faltar la memorable foto tomada por Gustavo Casasola, aquella de los pulqueros brindando en sendos tarros afuera de una pulquería, allá por los tiempos de Don Porfirio, o como diría José Vasconcelos: "la aristocracia pulquera".
En la Ana María, como en cualquier otra pulcata, no falla el botanero que sirve cacahuates enchilados, galletas saladas con ceviche y pescaditos fritos con limones partidos en cuatro. La diferencia es que aquí sí cobran la botana. A Tx8 no le preocupa más que tomarse su media chivita cuando trae algunos centavos en el bolsillo. Los meseros no le permiten sentarse porque alegan que "ahuyenta a la clientela decente". Por eso Tx8, cuando lo regañan, arrastra sus pies junto con el aserrín, para sacarlo hacia la banqueta, como señal de protesta. Se pasea como espectro por los rinconcitos de la Ana María y sin desesperarse, sabe que alguien se acercará a la barra para invitarle una copa de albañil, compuesta con pulque natural, bicarbonato de sodio y limón, que es muy buena para la cruda.
A Tx8 le gusta sonreir casi como retrasado mental cuando alguien avienta al aire una moneda y cae justo en la línea trazada por alguno de los jugadores de rayuela. Pareciera que se hubiese sacado la lotería y comienza a dar de brinquitos por todo el lugar alzando, con su mano derecha, sus destartalados anteojos, sin cristales y pegados con diurex, en son de júbilo y festejando al ganador. Sus aullidos son callados con unas cuantas monedas que le dan los clientes o a veces el jugador que ganó la partida y una buena apuesta.
Tx8 no se la vive en la pulquería, como aparenta, pues él vive en la calle. Entra y sale sin pedir permiso durante tres o cuatro ocasiones a lo largo de las ocho horas que permanece abierta la Ana María (de 11 a 19 hrs.). Le encanta su caldo de oso, su baba de perico, bigote blanco, pulmón, tlachique, neutle, tlachicotón, ése que le falta casi un grado "pa' ser carne". Dependiendo del día o de la estación del año, consigue un curado de jitomate, su preferido, nomás de gorrión, de pura gorrita café. Sólo los domingos está triste y es cuando se la pasa todo el día de chupamirto, con su fiel teporocha, con los cuates pepenadores de la Nativitas, de la Alamos y uno que otro despistado de la Postal o incluso de la Obrera.
Tx8 es leal a la Ana María, es como hacerle un homenaje desde la banqueta de enfrente, tirado en el suelo, cada vez que brinda con sus cuadernos -ninguna hoja suelta-, hacia las puertas cerradas de la pulquería. Cuando Tx8 no consigue su pulmex, aunque sea de ajo-dido, se acerca como eso de las siete de la noche directo a la barra. Los pocos clientes que esperan el cierre toman los últimos curados de cacahuate, de avena, nuez o piñón, "auténticas malteadas para niños", diría Tx8 en voz quedita a cada uno de los que permanecen, como los árboles, aún de pie, mientras algunos meseros lavan vitroleros y alambiques ya vacíos.
Ahí mismo, en la barra hay una lámina acanalada en posición algo inclinada hacia la derecha. Sirve para el desagüe del pulque natural, de los curados y hasta de la baba de los parroquianos que no alcanzaron a limpiarse con el brazo. Luego de hacerle honores a la diosa Mayelxóchitl y a su hijo Meconetzin, juntito y debajo de la imagen, de manufactura china, ahora luminosa de la Santa Patroncita Virgen Morena del Tepeyac: Tonantzin-Guadalupe. Los residuos viscosos escurren lentamente y al final de la barra caen gota a gota o a veces en un continuo hilillo revuelto y multicolor a un vetusto y húmedo tinacal de madera, con clavos oxidados en su exterior. Nada se desperdicia: en el tinacal lo mismo se mezclan el pulque que la baba de uno que otro bebedor empedernido o no. Son los curados de nopal, los famosos brinquitos, que se venden a mitad de precio y son más babosos que la baba misma.
Tx8 toma un tarro usado o recién lavado, le da lo mismo, y con la venia del despachador y la concurrencia, lo sumerge en el viejo tonel. Lo llena hasta el tope, para luego alzarlo triunfante, dando media vuelta y enseñándolo a los últimos parroquianos: como un torero ofreciendo su capote y está a punto de lidiar al más bravo astado. Sin pensarlo, y sin disfrutarlo sorbito a sorbito, se lo empina y lo bebe en un honroso hidalgo: "chingue a su madre el que deje algo". Luego repite la fórmula dos o tres veces más, según le alcancen las monedad ganadas, bebiendo el desperdicio.
Una vez efectuado el ritual, Tx8 sale de la Ana María dando brinquitos de puro gusto. Así se va por las ya oscurecidas calles de la Portales y perdiéndose rumbo a los rápidos de Tlalpan. El sabe que sí combina: muy pulquero, pero nada pulquérrimo...

viernes, marzo 03, 2006


El Tranvía de Atzcapotzalco

"¡Ahí viene el tranvía! ¡Córranle!" Eran los gritos de la palomilla al ver el armatoste blanco y abovedado, con su franja naranja al costado, que pasaba rechinando sus ruedas metálicas a un lado de la Alameda de Santa María la Ribera, presumiendo de su quisco morisco.
Nos subíamos lo más rápido posible arrastrando las mochilas de cuero. Tardaba en pasar, pero valía la pena: 30 centavos del pasaje, 10 menos de lo que cobraban los camiones trompudos y amarillos. Por supuesto no había delfines, ballenas u otra clase de fauna urbana parecida.
Estaba en cuarto grado de primaria cuando empecé a independizarme, se podía viajar solo sin mucho riesgo a esa edad. Me gustaba llegar a paso de tren a mi casa. Eso me hacía recordar a mi pueblo. El tranvía venía de Buenavista y se internaba en la colonia Santa María la Ribera por la calle Enrique González Martínez, frente al museo del Chopo. Torcía en Salvador Díaz Mirón y atravesaba el Casco de Santo Tomás, atrás de la Normal de Maestros, y enfilaba derechito por Mar Mediterráneo, cerca del Colegio Militar y el deportivo Plan Sexenal. En este cruce, a veces cedía el paso al ferrocarril a Cuernavaca. Este era mi segundo recuerdo de provincia.
Este tranvía lo abordábamos con mi mamá para ir a visitar a la tía-abuela Chepina. De Tacuba a Atzcapotzalco hacía como 15 ó 20 minutos. En la plaza del centro de Atzcapotzalco había un pequeño quiosco muy parecido al de Santa María la Ribera. Nosotros nos bajábamos antes, en la colonia Clavería, por las estrechas y arboladas calles de Floresta e Invierno. Sus árboles daban una sesación fresca con las sombras recorriendo de banqueta a banqueta y llenando lo vacío del arroyo vehicular que ahora ocupan los automóviles.
Al tranvía también se subía La Muñeca. Una señora vestida de rojo, exageradamente maquillada, con los pómulos sobresalidos como si trajera dos jitomates, con un peluca de rizos rubios mal sobrepuesta en su cabeza, coronada por un sucio sombrero que alguna vez fue elegante. Entre sus brazos arrullaba una triste muñeca de trapo. Quizá por eso los conductores y pasajeros del tranvía le apodaban La Muñeca, a falta de su nombre verdadero. Ella arrastraba empujando con los pies, de punta a punta a lo largo del tranvía, un costal con garras de ropa y pedazos de cartón. Al llegar atrás le balbuceaba o canturreaba a su muñeca de trapo. Luego le hablaba indiferente a los pasajeros: sin mirar a ninguno y mirando a todos a la vez.
Yo no entendía lo que gimoteaba y mejor me sujetaba con fuerza a las enaguas de mi madre. Eso sí, nunca la vi pagando pasaje y siempre estuve atento para ver dónde se bajaba, aunque sin éxito, pues nosotros lo hacíamos antes. Al parecer los choferes trabajaban a gusto con la presencia de la misteriosa Muñeca. Les cambiaba el gesto y trataban cordiales a los pasajeros. Por cierto, a mí, todos los conductores se me hacían similares a Juan Caireles (Carlos Navarro) y al Tarrajas (Fernando Soto "Mantequilla") de la película de Luis Buñuel La ilusión viaja en Tranvía (1953). Aunque nadie se me figuraba a... mmm... Lupita (Lilia Prado).
Dejé de ir a visitar a la tía-abuela Chepina cuando murió a sus 83 años. no supe cuando desapareció el tranvía de Atzcapotzalco. Sólo recuerdo que se lo tragó la modernidad y al apuro de ejes viales, emprendidos por el regente Gengis Hank, lo sacaron de circulación. Ya no se vería más a la chamacada viajando de "mosquita" en la parte trasera, agarrándose a diez uñas en la bola donde se enredaba el cable de acero del tranvía; algunas veces hacían la maldad de jalarlos para desconectar las antenas de la corriente eléctrica. Tampo se vieron más los mlabares de los intrépidos bicicleteros, al estilo Tin Tan, que llevaban sobre su cabeza enormes canastos repletos de pan, mientras con una mano se sujetaban de alguna de las ventanillas para darse un aventón.
En el ocaso de la desaparición de los tranvías, se vieron a osados chamaquillos en patines metálicos -de ésos que se ajustaban al pie a vuelta de tuerca- colgándose de la bola. Cada susto que se llevaron cuando el tranvía frenaba intempestivamente: más de uno quedó "embarrado" por la inercia y tendido en el pavimento.
De todo esto, sólo quedaron sus cicatrices hundidas en el suelo y mal cubiertas por el negro asfalto. Cuando tuve mi primera bicicleta, ya estaba en la secundaria, salía a seguir los rastros del tranvía: desde Santa María la Ribera hasta Atzcapotzalco, muy cerca de la refinería, por donde vivía la tía-abuela Chepina. Más allá, de lo que hoy es el metro Camarones, no me atrevía descubrir parajes desconocidos e insólitos.
Se fueron los tranvías del Centro, de Insurgentes-San Ángel, de Revolución, de Zaragoza y de Taxqueña-Estadio Azteca. Los ejes viales, con su voracidad frenética, mal borraron del mapa urbano las huellas del tranvía. Algunos reposan como esqueletos de dinosaurios en depósitos o cementerios chatarra del Rosario o la colonia Sinatel. Al desarmarlos, sirvieron de refacciones y armazones para convertirlos en trolebusas y trenes ligeros. Lo único que todavía perdura en el tiempo son sus rieles enterrados en muchas calles de la ciudad; también la nostalgia de mis recuerdos.

martes, febrero 07, 2006