viernes, marzo 03, 2006


El Tranvía de Atzcapotzalco

"¡Ahí viene el tranvía! ¡Córranle!" Eran los gritos de la palomilla al ver el armatoste blanco y abovedado, con su franja naranja al costado, que pasaba rechinando sus ruedas metálicas a un lado de la Alameda de Santa María la Ribera, presumiendo de su quisco morisco.
Nos subíamos lo más rápido posible arrastrando las mochilas de cuero. Tardaba en pasar, pero valía la pena: 30 centavos del pasaje, 10 menos de lo que cobraban los camiones trompudos y amarillos. Por supuesto no había delfines, ballenas u otra clase de fauna urbana parecida.
Estaba en cuarto grado de primaria cuando empecé a independizarme, se podía viajar solo sin mucho riesgo a esa edad. Me gustaba llegar a paso de tren a mi casa. Eso me hacía recordar a mi pueblo. El tranvía venía de Buenavista y se internaba en la colonia Santa María la Ribera por la calle Enrique González Martínez, frente al museo del Chopo. Torcía en Salvador Díaz Mirón y atravesaba el Casco de Santo Tomás, atrás de la Normal de Maestros, y enfilaba derechito por Mar Mediterráneo, cerca del Colegio Militar y el deportivo Plan Sexenal. En este cruce, a veces cedía el paso al ferrocarril a Cuernavaca. Este era mi segundo recuerdo de provincia.
Este tranvía lo abordábamos con mi mamá para ir a visitar a la tía-abuela Chepina. De Tacuba a Atzcapotzalco hacía como 15 ó 20 minutos. En la plaza del centro de Atzcapotzalco había un pequeño quiosco muy parecido al de Santa María la Ribera. Nosotros nos bajábamos antes, en la colonia Clavería, por las estrechas y arboladas calles de Floresta e Invierno. Sus árboles daban una sesación fresca con las sombras recorriendo de banqueta a banqueta y llenando lo vacío del arroyo vehicular que ahora ocupan los automóviles.
Al tranvía también se subía La Muñeca. Una señora vestida de rojo, exageradamente maquillada, con los pómulos sobresalidos como si trajera dos jitomates, con un peluca de rizos rubios mal sobrepuesta en su cabeza, coronada por un sucio sombrero que alguna vez fue elegante. Entre sus brazos arrullaba una triste muñeca de trapo. Quizá por eso los conductores y pasajeros del tranvía le apodaban La Muñeca, a falta de su nombre verdadero. Ella arrastraba empujando con los pies, de punta a punta a lo largo del tranvía, un costal con garras de ropa y pedazos de cartón. Al llegar atrás le balbuceaba o canturreaba a su muñeca de trapo. Luego le hablaba indiferente a los pasajeros: sin mirar a ninguno y mirando a todos a la vez.
Yo no entendía lo que gimoteaba y mejor me sujetaba con fuerza a las enaguas de mi madre. Eso sí, nunca la vi pagando pasaje y siempre estuve atento para ver dónde se bajaba, aunque sin éxito, pues nosotros lo hacíamos antes. Al parecer los choferes trabajaban a gusto con la presencia de la misteriosa Muñeca. Les cambiaba el gesto y trataban cordiales a los pasajeros. Por cierto, a mí, todos los conductores se me hacían similares a Juan Caireles (Carlos Navarro) y al Tarrajas (Fernando Soto "Mantequilla") de la película de Luis Buñuel La ilusión viaja en Tranvía (1953). Aunque nadie se me figuraba a... mmm... Lupita (Lilia Prado).
Dejé de ir a visitar a la tía-abuela Chepina cuando murió a sus 83 años. no supe cuando desapareció el tranvía de Atzcapotzalco. Sólo recuerdo que se lo tragó la modernidad y al apuro de ejes viales, emprendidos por el regente Gengis Hank, lo sacaron de circulación. Ya no se vería más a la chamacada viajando de "mosquita" en la parte trasera, agarrándose a diez uñas en la bola donde se enredaba el cable de acero del tranvía; algunas veces hacían la maldad de jalarlos para desconectar las antenas de la corriente eléctrica. Tampo se vieron más los mlabares de los intrépidos bicicleteros, al estilo Tin Tan, que llevaban sobre su cabeza enormes canastos repletos de pan, mientras con una mano se sujetaban de alguna de las ventanillas para darse un aventón.
En el ocaso de la desaparición de los tranvías, se vieron a osados chamaquillos en patines metálicos -de ésos que se ajustaban al pie a vuelta de tuerca- colgándose de la bola. Cada susto que se llevaron cuando el tranvía frenaba intempestivamente: más de uno quedó "embarrado" por la inercia y tendido en el pavimento.
De todo esto, sólo quedaron sus cicatrices hundidas en el suelo y mal cubiertas por el negro asfalto. Cuando tuve mi primera bicicleta, ya estaba en la secundaria, salía a seguir los rastros del tranvía: desde Santa María la Ribera hasta Atzcapotzalco, muy cerca de la refinería, por donde vivía la tía-abuela Chepina. Más allá, de lo que hoy es el metro Camarones, no me atrevía descubrir parajes desconocidos e insólitos.
Se fueron los tranvías del Centro, de Insurgentes-San Ángel, de Revolución, de Zaragoza y de Taxqueña-Estadio Azteca. Los ejes viales, con su voracidad frenética, mal borraron del mapa urbano las huellas del tranvía. Algunos reposan como esqueletos de dinosaurios en depósitos o cementerios chatarra del Rosario o la colonia Sinatel. Al desarmarlos, sirvieron de refacciones y armazones para convertirlos en trolebusas y trenes ligeros. Lo único que todavía perdura en el tiempo son sus rieles enterrados en muchas calles de la ciudad; también la nostalgia de mis recuerdos.

1 Comments:

Blogger Carlos López Praget said...

Si algo me da risa en la actualidad es que la publicidad te grita que los autos modernos pueden llegar a grandes velocidades en breves segundos, cuando la norma cotidiana es que te encuentras con embotellamientos a cualquier hora y en cualquier lugar. Tanta obsesión por comodidad, potencia y status que nos hemos olvidado de los fundamentos.

Al leer tu comentario se vuelve a confirmar que lo que hace al viaje no solo es el status, sino lo vivo, sabroso o particular, algo que daban esos trenes que ya no circularán, pero que los zurcos que dejaron siguen estando como recuerdo en algunas calles de la ciudad.

En mi caso recuerdo trenes similares en el puerto de Veracruz, ruidosos como ellos solos, la casa se simbraba cada media hora desde las 6 de la mañana hasta las 11 de la noche. Pero la verdad, el tiempo es sabio, cómo se extrañan esos detalles de humanidad y no de punta tecnológica.

Me agradó recordar a esos carros que paseaban la ilusión, que pena que el momento dure tan poco y el olvido sea tan eterno. Te felito.

ATTE. Carlos Praget

sábado, marzo 04, 2006 5:16:00 p.m.  

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