martes, marzo 07, 2006


Brinquitos

Tx8 entró una vez más a la Ana María, pulcata famosa por los rumbos de la Portales, como de cotidiano lo hace desde que se mudó al barrio. La última vez se le vio por el típico Tepito, allá por los setenta.
El trago nunca le ha faltado, gracias a Dios, y a veces consigue su alipuz de bacachá blanco.Sin desairarar, eso sí, su inseparable teporocha, que guarda celosamente debajo de su percudido y mugriento saco, desteñido por el tiempo y las inclemencias del clima. Ante la barra, pide su media chivita de rigor, de tuna si es posible, al fin que es temporada. Eructa al cielo sin limpiarse el hilillo de baba que le escurre desde las comisuras de su boca hasta la barbilla. Sale brincando de gusto, trastabillando con una que otra mesa, debido a sus agujetas mal atadas.
Tx8 deambula fantasmalmente por las calles de la colonia Portales, sin oficio ni beneficio. es un personaje en vías de extinción. Parece un sonámbulo diurno, mejor, un fantasma matutino que ya no asusta a los niños de hoy. Tx8 camina a brinquitos y así entra a la Ana María, pulquería de la calle de Necaxa, casi esquina con Eje Central Lázaro Cárdenas, sin fijarse en su desaliño y mugre hecha costras que le cubren el cuerpo como segunda piel.
Tx8 nunca ha mendigado un trago, pues no falta el alma caritativa de algún parroquiano que se lo ofrece por el sólo hecho de verlo salir a brinquitos y con sonrisa socarrona dibujada en su rostro. Y con suerte, tampoco falta que alguna dama del Departamento de Mujeres, le estire su jícara de miel prieta. La Ana María es de las pocas pulquerías que aún sobreviven y se niegan a modernizarse como las cantinas -ahora salones familiares con payaso globero incluido- de la Ciudad de México. "Aquí no se admiten uniformados, menores de edad ni vendedores ambulantes", reza el letrerito azul clavado en las puertas verdes tipo persiana. Tampoco podía faltar la memorable foto tomada por Gustavo Casasola, aquella de los pulqueros brindando en sendos tarros afuera de una pulquería, allá por los tiempos de Don Porfirio, o como diría José Vasconcelos: "la aristocracia pulquera".
En la Ana María, como en cualquier otra pulcata, no falla el botanero que sirve cacahuates enchilados, galletas saladas con ceviche y pescaditos fritos con limones partidos en cuatro. La diferencia es que aquí sí cobran la botana. A Tx8 no le preocupa más que tomarse su media chivita cuando trae algunos centavos en el bolsillo. Los meseros no le permiten sentarse porque alegan que "ahuyenta a la clientela decente". Por eso Tx8, cuando lo regañan, arrastra sus pies junto con el aserrín, para sacarlo hacia la banqueta, como señal de protesta. Se pasea como espectro por los rinconcitos de la Ana María y sin desesperarse, sabe que alguien se acercará a la barra para invitarle una copa de albañil, compuesta con pulque natural, bicarbonato de sodio y limón, que es muy buena para la cruda.
A Tx8 le gusta sonreir casi como retrasado mental cuando alguien avienta al aire una moneda y cae justo en la línea trazada por alguno de los jugadores de rayuela. Pareciera que se hubiese sacado la lotería y comienza a dar de brinquitos por todo el lugar alzando, con su mano derecha, sus destartalados anteojos, sin cristales y pegados con diurex, en son de júbilo y festejando al ganador. Sus aullidos son callados con unas cuantas monedas que le dan los clientes o a veces el jugador que ganó la partida y una buena apuesta.
Tx8 no se la vive en la pulquería, como aparenta, pues él vive en la calle. Entra y sale sin pedir permiso durante tres o cuatro ocasiones a lo largo de las ocho horas que permanece abierta la Ana María (de 11 a 19 hrs.). Le encanta su caldo de oso, su baba de perico, bigote blanco, pulmón, tlachique, neutle, tlachicotón, ése que le falta casi un grado "pa' ser carne". Dependiendo del día o de la estación del año, consigue un curado de jitomate, su preferido, nomás de gorrión, de pura gorrita café. Sólo los domingos está triste y es cuando se la pasa todo el día de chupamirto, con su fiel teporocha, con los cuates pepenadores de la Nativitas, de la Alamos y uno que otro despistado de la Postal o incluso de la Obrera.
Tx8 es leal a la Ana María, es como hacerle un homenaje desde la banqueta de enfrente, tirado en el suelo, cada vez que brinda con sus cuadernos -ninguna hoja suelta-, hacia las puertas cerradas de la pulquería. Cuando Tx8 no consigue su pulmex, aunque sea de ajo-dido, se acerca como eso de las siete de la noche directo a la barra. Los pocos clientes que esperan el cierre toman los últimos curados de cacahuate, de avena, nuez o piñón, "auténticas malteadas para niños", diría Tx8 en voz quedita a cada uno de los que permanecen, como los árboles, aún de pie, mientras algunos meseros lavan vitroleros y alambiques ya vacíos.
Ahí mismo, en la barra hay una lámina acanalada en posición algo inclinada hacia la derecha. Sirve para el desagüe del pulque natural, de los curados y hasta de la baba de los parroquianos que no alcanzaron a limpiarse con el brazo. Luego de hacerle honores a la diosa Mayelxóchitl y a su hijo Meconetzin, juntito y debajo de la imagen, de manufactura china, ahora luminosa de la Santa Patroncita Virgen Morena del Tepeyac: Tonantzin-Guadalupe. Los residuos viscosos escurren lentamente y al final de la barra caen gota a gota o a veces en un continuo hilillo revuelto y multicolor a un vetusto y húmedo tinacal de madera, con clavos oxidados en su exterior. Nada se desperdicia: en el tinacal lo mismo se mezclan el pulque que la baba de uno que otro bebedor empedernido o no. Son los curados de nopal, los famosos brinquitos, que se venden a mitad de precio y son más babosos que la baba misma.
Tx8 toma un tarro usado o recién lavado, le da lo mismo, y con la venia del despachador y la concurrencia, lo sumerge en el viejo tonel. Lo llena hasta el tope, para luego alzarlo triunfante, dando media vuelta y enseñándolo a los últimos parroquianos: como un torero ofreciendo su capote y está a punto de lidiar al más bravo astado. Sin pensarlo, y sin disfrutarlo sorbito a sorbito, se lo empina y lo bebe en un honroso hidalgo: "chingue a su madre el que deje algo". Luego repite la fórmula dos o tres veces más, según le alcancen las monedad ganadas, bebiendo el desperdicio.
Una vez efectuado el ritual, Tx8 sale de la Ana María dando brinquitos de puro gusto. Así se va por las ya oscurecidas calles de la Portales y perdiéndose rumbo a los rápidos de Tlalpan. El sabe que sí combina: muy pulquero, pero nada pulquérrimo...

viernes, marzo 03, 2006


El Tranvía de Atzcapotzalco

"¡Ahí viene el tranvía! ¡Córranle!" Eran los gritos de la palomilla al ver el armatoste blanco y abovedado, con su franja naranja al costado, que pasaba rechinando sus ruedas metálicas a un lado de la Alameda de Santa María la Ribera, presumiendo de su quisco morisco.
Nos subíamos lo más rápido posible arrastrando las mochilas de cuero. Tardaba en pasar, pero valía la pena: 30 centavos del pasaje, 10 menos de lo que cobraban los camiones trompudos y amarillos. Por supuesto no había delfines, ballenas u otra clase de fauna urbana parecida.
Estaba en cuarto grado de primaria cuando empecé a independizarme, se podía viajar solo sin mucho riesgo a esa edad. Me gustaba llegar a paso de tren a mi casa. Eso me hacía recordar a mi pueblo. El tranvía venía de Buenavista y se internaba en la colonia Santa María la Ribera por la calle Enrique González Martínez, frente al museo del Chopo. Torcía en Salvador Díaz Mirón y atravesaba el Casco de Santo Tomás, atrás de la Normal de Maestros, y enfilaba derechito por Mar Mediterráneo, cerca del Colegio Militar y el deportivo Plan Sexenal. En este cruce, a veces cedía el paso al ferrocarril a Cuernavaca. Este era mi segundo recuerdo de provincia.
Este tranvía lo abordábamos con mi mamá para ir a visitar a la tía-abuela Chepina. De Tacuba a Atzcapotzalco hacía como 15 ó 20 minutos. En la plaza del centro de Atzcapotzalco había un pequeño quiosco muy parecido al de Santa María la Ribera. Nosotros nos bajábamos antes, en la colonia Clavería, por las estrechas y arboladas calles de Floresta e Invierno. Sus árboles daban una sesación fresca con las sombras recorriendo de banqueta a banqueta y llenando lo vacío del arroyo vehicular que ahora ocupan los automóviles.
Al tranvía también se subía La Muñeca. Una señora vestida de rojo, exageradamente maquillada, con los pómulos sobresalidos como si trajera dos jitomates, con un peluca de rizos rubios mal sobrepuesta en su cabeza, coronada por un sucio sombrero que alguna vez fue elegante. Entre sus brazos arrullaba una triste muñeca de trapo. Quizá por eso los conductores y pasajeros del tranvía le apodaban La Muñeca, a falta de su nombre verdadero. Ella arrastraba empujando con los pies, de punta a punta a lo largo del tranvía, un costal con garras de ropa y pedazos de cartón. Al llegar atrás le balbuceaba o canturreaba a su muñeca de trapo. Luego le hablaba indiferente a los pasajeros: sin mirar a ninguno y mirando a todos a la vez.
Yo no entendía lo que gimoteaba y mejor me sujetaba con fuerza a las enaguas de mi madre. Eso sí, nunca la vi pagando pasaje y siempre estuve atento para ver dónde se bajaba, aunque sin éxito, pues nosotros lo hacíamos antes. Al parecer los choferes trabajaban a gusto con la presencia de la misteriosa Muñeca. Les cambiaba el gesto y trataban cordiales a los pasajeros. Por cierto, a mí, todos los conductores se me hacían similares a Juan Caireles (Carlos Navarro) y al Tarrajas (Fernando Soto "Mantequilla") de la película de Luis Buñuel La ilusión viaja en Tranvía (1953). Aunque nadie se me figuraba a... mmm... Lupita (Lilia Prado).
Dejé de ir a visitar a la tía-abuela Chepina cuando murió a sus 83 años. no supe cuando desapareció el tranvía de Atzcapotzalco. Sólo recuerdo que se lo tragó la modernidad y al apuro de ejes viales, emprendidos por el regente Gengis Hank, lo sacaron de circulación. Ya no se vería más a la chamacada viajando de "mosquita" en la parte trasera, agarrándose a diez uñas en la bola donde se enredaba el cable de acero del tranvía; algunas veces hacían la maldad de jalarlos para desconectar las antenas de la corriente eléctrica. Tampo se vieron más los mlabares de los intrépidos bicicleteros, al estilo Tin Tan, que llevaban sobre su cabeza enormes canastos repletos de pan, mientras con una mano se sujetaban de alguna de las ventanillas para darse un aventón.
En el ocaso de la desaparición de los tranvías, se vieron a osados chamaquillos en patines metálicos -de ésos que se ajustaban al pie a vuelta de tuerca- colgándose de la bola. Cada susto que se llevaron cuando el tranvía frenaba intempestivamente: más de uno quedó "embarrado" por la inercia y tendido en el pavimento.
De todo esto, sólo quedaron sus cicatrices hundidas en el suelo y mal cubiertas por el negro asfalto. Cuando tuve mi primera bicicleta, ya estaba en la secundaria, salía a seguir los rastros del tranvía: desde Santa María la Ribera hasta Atzcapotzalco, muy cerca de la refinería, por donde vivía la tía-abuela Chepina. Más allá, de lo que hoy es el metro Camarones, no me atrevía descubrir parajes desconocidos e insólitos.
Se fueron los tranvías del Centro, de Insurgentes-San Ángel, de Revolución, de Zaragoza y de Taxqueña-Estadio Azteca. Los ejes viales, con su voracidad frenética, mal borraron del mapa urbano las huellas del tranvía. Algunos reposan como esqueletos de dinosaurios en depósitos o cementerios chatarra del Rosario o la colonia Sinatel. Al desarmarlos, sirvieron de refacciones y armazones para convertirlos en trolebusas y trenes ligeros. Lo único que todavía perdura en el tiempo son sus rieles enterrados en muchas calles de la ciudad; también la nostalgia de mis recuerdos.