martes, septiembre 05, 2006





Sucedió en la calle de Moneda
"...la imagen petrificada del blanco rostro de una mujer apareció repentinamente en una de las paredes que estaban resanando los albañiles, en lo que fuera la Imprenta Juan Pablos, la primera en América, ubicada desde 1543 en la calle que iba del Rastro hacia la calzada San Pablo..."
Este es un fragmento recortado de un periódico amarillista la mañana del 19 de febrero de 1991. La historia es la siguiente.
Serían las cinco o seis de la tarde cuando un albañil, al empezar a resanar una pared, vio un reflejo como si proviniera de algún espejo. El hombre moreno, de unos 25 años con aspecto de campesino recién emigrado, quiso desengañarse por sí mismo. Sólo miró del lado opuesto, donde resanaba con su cuchara y aplanaba con la llana, como penetraba una débil luz del sol crepuscular insuficiente para semejante destello blanquecino en una habitación del primer piso. Esta fue la primera aparición.
El albañil no informó a sus colegas del suceso. Simplemente se fue pensando a su casa que había sido la fatiga del día que lo adormeció. Al llegar la noche, dentro del edificio en remodelación quedó únicamente el velador de la obra y también el material (bultos de cemento, yeso y cal; varillas, arena y grava) arrinconado en el patio delantero. Antes de una nueva ronda, revisó como de costumbre que las puertas y ventanas no puedieran ser abiertas desde afuera por algún intruso o un vago que quisiera pasar la noche resguardado de la intemperie.
Después encendió una fogata dentro de una bote metálico con el fin de "agarrar calor" e iluminar sus tragos apurados que le daba a su fiel botella de Bacardí blanco. El tercer trago tuvo que escupirlo por el ruido de unas maderas que fueron arrojadas desde el segundo al primer piso. Inmediatamente, de un brinco se incorporó soltando la botella de ron que cayó en el bote. El fuego se atizó con furia. En su trastabilleo lo pateó. Rodó cerca de unas láminas negras cubiertas con chapopote que protegían el material de construcción de la lluvia. Por fortuna no las alcanzó el fuego. El velador se armó de valor y subió por las escaleras.
Faltando tres escalones para llegar al primer piso, se detuvo. Miró a su alrededor. Se contuvo. Asombrado volteó hacia una de las habitaciones que ahora se iluminaba de una extraña luz blanca y mortecina. Pensó que la luna llena apostada por encima de la azotea de Palacio Nacional filtraba su luz, por el balcón sin ventana, de esa habitación del primer piso. Se dispuso a entrar con la actitud más serena posible con la firme idea de que "aquí no pasa nada". Instantes posteriores cayó muerto. En la pared estaba petrificado el rostro de una mujer: blanco como la cal, envuelto por hojarascas otoñales. Esta fue la segunda aparición.
Al día siguiente nadie dio una explicación razoble de la muerte del velador. El primer albañil que vio a la mujer de rostro blanco, guardó silencio sin tomar importancia al hecho.También había subido a la habitación en cuanto supo la noticia. Ahí vio que la capa de yeso del resanado, puesta ayer por él, yacía fresca y desmoronada al pie de la pared, ahora gris, porosa y carcomida por la humedad. Sin espantarse de lo ocurrido, volvió a levantar el yeso pensando que tal vez hizo mal la mezcla o pudiera ser la excesiva humedad de la pared causante de aflojar el aplanado.
Para cuando llegaron el maestro de la obra y el arquitecto a cerciorarse de la remodelación del edificio Juan Pablos -antes Casa de las Campanas del obispo fray Juan de Zumárraga-, se dirigieron a la habitación del primer piso con la intención de verificar la muerte del velador. Sus comentarios los hicieron en voz baja ante la presencia de Camilo, el albañil, al cual le encomendaron nuevamente que terminara de resanar la pared. Camilo decidió, entonces, no comer con los demás albañiles con tal de acabar con la tarea encomendada lo más pronto posible. Se dijo para sí mismo que no hay pared difícil de resanar por más humedad que contenga. Esta característica no la comentó con el arquitecto Valencia ni al maestro de la obra Macario, pues supuso y le echó la culpa al aguacero nocturno que entró por el balcón sin ventana.
Otra vez, sería las cinco o seis de la tarde, cuando Camilo terminó de resanar la pared. La misma que da frente a uno de los costado de Palacio Nacional, por la calle de Moneda. Enseguida se dispuso a recoger los desperdicios y herramientas con las cuales trabajó. Luego oyó unos golpecitos como toquidos, provinientes del muro. Volteó instintivamente y miró emerger el rostro blanco como la cal, envuelto por hojarascas otoñales, de una mujer. Era su tercera aparición, segunda para Camilo, quien salió disparado escaleras hacia abajo y tirando de sus manos las herramientas en su estrepitosa fuga.
Ya alcanzado el patio delantero, se juntó con los otros albañiles quienes lavaban los residuos de mezcla en sus caras, brazos y manos. Camilo se incorporó con ellos sin mencionarles nada. A las preguntas del porqué de su prisa, Camilo sólo contestó con una sonrisa socarrona, pero a la vez preocupante. Otros respondieron, entre risitas burlonas, si había visto vagando el alma del velador por allá arriba. Ya no hubo más respuestas, sólo un silencio cómplice de todos.
En la noche, a falta de velador, se quedó a vigilar provisionalmente otro albañil. Desde el principio de la oscuridad, trató de no pensar en la muerte del velador y olvidar las bromas macabras que le alcanzaron hacer los colegas desde el mediodía hasta el momento que se toparon con Camilo, quien denotaba en su actitud cierta extrañeza.
El improvisado velador no se dejaría sugestionar por los cuentos inventados que oyó en el transcurso de la tarde. Su propósito era firme y para ello el arquitecto Valencia le había dejado una Taurus calibre 38mm, "sólo para prevenir" fue la indicación puntual. Aunque podía disparar al aire, como advertencia, ante cualquier eventualidad, movimiento o ruido raros que perturbasen la paz y la soledad de esa segunda noche.

Sucedió en la calle de Moneda (III)
Al octavo día se fueron los antropólogos. El arquitecto Valencia ordenó a los albañiles quitar los plásticos y enseguida rellenar las cepas y zanjas, donde ahora al descubierto se aparecieron unas escalinatas de tezontle rojo y piedra que conducían a un boquete, como mini cenote sagrado, lleno de las lluvias nocturnas. El boquete quedaba verticalmente muy por debajo de la habitación de las apariciones, donde Camilo velaba sus noches.
Ese día los albañiles sólo alcanzaron a rellenar de tierra y cascajo las zanjas, dejando para otra ocasión la extracción del agua putrefacta del pozo y luego recubrir las escalinatas. En tanto, Camilo se sentía inútil extrañando su oficio de albañil. En cuanto se fueron sus compañeros -serían las seis de la tarde- empezó a preparar en unos botes cuadrados de lámina la mezcla de yeso blanco de España. La inteción o terquedad era resanar de una vez por todas y en definitiva esa pared gris, porosa y húmeda. Para cuando terminó de hacer la mezcla, volteó hacia el pozo de agua hedionda. Miró que salía un manantial de luz blanca mortecina ascendiendo hasta el primer piso. Apenas oscurecía, por eso se veía tenue.
Subió algo apresurado el primer bote con la mezcla. Lo dejó en la habitación. Bajó por el segundo. Ya no estaba ahí. Volteó nuevamente hacia el pozo: la luz blanca se notaba más conforme avanzaba la noche. Antes de subir y trabajar en el resanado fue por su herramienta. Una vez en el primer piso, notó que en el quicio de la puerta se hallaba el bote desaparecido instantes antes. Se acercó y lo encontró vacío. No le tomó mayor importancia, pues su obstinación era quedar bien consigo mismo y terminar de resanar la pared gris, porosa y húmeda.
Más allá de la medianoche por fin pudo terminar su obra inconclusa. esta vez esperaría despierto para cerciorarse de lo que estaba por suceder. De pronto, la habitación se iluminó de una luz blanca y pálida. Camilo abrió bien los ojos ya soñolientos. Perplejo, volvió a ver el blanco rostro como la cal de una mujer envuelto a trasluz por hojarascas otoñales. El rostro blanquecino abrió los párpados para mostrar unas cuencas vacías. Camilo retrocedió hasta el umbral de la puerta. Se paralizó al oir que de nuevo se desmoronaba instantáneamente el aplanado. En ella sólo quedaba el rostro de la mujer como intentando salir de la pared, como queriendo liberarse de una prisión eterna.
Camilo se hincó para místicamente rezar e implorar por su vida: "Tu bebedor nocturno, ¿por qué te haces de rogar? Ponte tu disfraz, ponte tu ropaje de oro? Oh, mi Dios, tu agua de piedras preciosas ha descendido;{...} Quizá desaparezca, quizá desaparezca y me destruya yo; {...} Me regocijaré si algo madura primero, si puedo decir que ha nacido el caudillo de la guerra..." Sacó de entre sus ropas una estampita de una imagen religiosa, ¿tal vez San Judas Tadeo, el de las causas difíciles?. De nada sirvió. el miedo pudo más. Entonces, los labios de la mujer se abrieron sin mostrar dientes ni lengua. Se escuchó una voz suplicante: "Necesito tu piel para liberarme de esta prisión".
Al siguiente día por la mañana, los primeros albañiles que llegaron, encontraron el cuerpo desollado de su colega Camilo, ocupando el fondo del mini cenote, en lugar del agua putrefacta que todavía estaba ayer. En la habitación del primer piso estaba la mezcla fresca y desmoronada al borde de la pared gris, porosa y húmeda, donde se percibía la silueta de la imagen petrificada del blanco rostro como la cal de una mujer, envuelto por hojarascas otoñales.
Por la tarde de ese mismo día (un 18 de febrero), el INAH citó a los medios de comunicación a una conferencia de prensa para informar a la opinión pública de los hallazgos encontrados en la remodelación del edificio de la Imprenta Juan Pablos, en la calle de Moneda. Además aclararon que las reliquias, la tumba y las ofrendas funerarias prehispánicas no tenían nada que ver con la muerte de algunos albañiles de la obra, como se rumoraba y "tampoco tiene relación alguna la imagen de un rostro blanco de mujer,esbozado por la humedad en la pared de una habitación, con respecto a la figura de piedra, semicubierta por madera, que representa al dios azteca de la primavera y de la lluvia nocturna bienhechora, nuestro señor el desollado: Xipetotec".